Numerosos estudios epidemiológicos vinculan bacterias intestinales con afecciones tan diversas como autismo, ansiedad y enfermedad de Alzheimer.
Y en estos tiempos, cuando el desarrollo de fármacos para trastornos neuropsiquiátricos se ha retrasado durante décadas, y muchos de los existentes no funcionan para todos los pacientes y causan efectos secundarios no deseados, esta rama del conocimiento genera expectativa.
Pero la ciencia no sólo avanza en las universidades. También las empresas buscan soluciones a problemas de salud. Por eso, Holobiome creó una de las colecciones de microbios intestinales humanos más grandes del mundo.
Allí la microbióloga Katya Gavrish busca nuevos medicamentos para el cerebro, conocidos como “psicobióticos” (término acuñado por el neurofarmacólogo John Cryan y el psiquiatra Ted Dinan, del University College Cork). Y el director de la compañía, también microbiólogo, Phil Strandwitz, predice el primer ensayo en humanos para dentro de un año, según la sección noticias de la revista “Science”.
Fundamentos
Las bacterias intestinales (que se cuentan por miles y mies en nuestro cuerpo) pueden producir y usar nutrientes y otras moléculas de formas que el cuerpo humano no puede, lo que las hace una fuente tentadora de nuevas terapias. El cerebro es la frontera más nueva, pero se han hallado conexiones interesantes. Por ejemplo, muchas personas con colon irritable también están deprimidas; las personas con TEA tienden a tener problemas digestivos y las personas con Parkinson son propensas al estreñimiento.
Se ha detectado además que algunas bacterias secretan moléculas mensajeras que viajan por la sangre al cerebro; otras pueden estimular el nervio vago, que se extiende desde la base del cerebro hasta el abdomen, y transmitirle señales mediante células “neurópodas” descubiertas en el revestimiento del intestino: tienen un “pie” largo que se extiende para formar una conexión similar a la sinapsis con las células nerviosas cercanas.
La apuesta
Con estos y muchos otros datos en la mano, los científicos/empresarios apostaron a la creación del biobanco. Uno de los problemas fue que sólo un 25% crecían en el laboratorio.
Gavrish, especialista en aislar y describir especies microbianas, le enseñó a Strandwitz a manipular nutrientes y antibióticos para dar a bacterias de crecimiento lento la chance de no ser superadas por especies agresivas. Así fue como entre otras aislaron una que requiere, para prosperar, un neurotransmisor que inhibe la actividad neuronal en el cerebro, y cuya regulación errónea se ha relacionado con depresión y otros problemas de salud mental.
Si este microbio necesitaba esa sustancia, algún otro debía producirla, razonaron. Entonces los chequearon, uno por uno, hasta que los descubrieron entre tres grupos de bacterias. Las patentaron, claro. Y (volvemos casi al principio) esperan comenzar en un año los ensayos clínicos en humanos.